UNA ARISTÓCRATA VERDADERA QUE SE CONVIRTIÓ EN LUZ

 


    Este texto tiene dos dedicatorias:
   UNA: a mi madre, por haber hecho un trabajo cercano a la perfección, a costa muchas veces de su propia vida y energías, y aguantar como una jabata todo lo que muchos no podríamos aguantar y que, de hecho, no aguantamos.
    DOS: a toda la familia "Villalva" (perdonad, pero "Montero"
hoy
sería más acertado, porque así nos incluimos todos) por arroparnos y recordarnos cosas que durante mucho tiempo parecía que habíamos olvidado. Mención especial dentro de esta egregia familia merece mi tía Mari Ángeles, (hasta que me muera recordaré a la abuela cantando la canción del lorito). Gracias tía Marita, gracias tía Pilara, por la grisalla y las revelaciones.
    Gracias a todas las personas que nos han acompañado, ayudado y que han hecho las cosas más fáciles en casa, muy en concreto durante los últimos meses, los más difíciles: Jorge, Tía Pelu (tanto tiempo de paciencia con su mano entre las tuyas, "rascas" y masajitos), Tía Carmen, Nati, Pilar y Berenice, etc. A todos:
¡misión cumplida!

Hay que ver lo egocéntrico que se vuelve uno cuando se muere alguien querido, íntimo, cercano y excepcional. Cuatro cosas que en este caso -no siempre- van unidas.

Abuela, tu muerte tiene hoy en día más significado y contenido del que hubiera tenido jamás. Justo ahora que me estoy sacudiendo las telarañas de la ignominia y dando terapéuticos sablazos a diestro y siniestro, que un día terminarán, cuando termine el trabajo de limpieza que tengo que hacer y me quite de en medio todo lo que siempre estuvo en medio. Aquí, los de tu linaje estamos muy atareados lidiando con cosas que estaban pendientes desde hace muchas décadas. Estamos bien, no te preocupes. Gracias por haber esperado tanto para irte, sin saberlo has sido el motor inmóvil de una pequeña revolución liberadora. Es difícil, la ponzoña es vetusta, los ciegos estaban dando lecciones a los tuertos, la gente desestructurada se dedica a estructurar la vida de los demás, los egoístas llaman egoísta a quienes no quieren darles ya más y los verdugos tienen la caradura de presentarse y venderse como víctimas. Los derechos se han convertido en regalos, y los regalos se quieren convertir en derechos. Cada vez que damos un manotazo para librarnos de esta maraña de oscurantismo, se nos clavan muchas espinas, pero llega un punto que ya empieza a dar igual, y lo único que uno quiere es salir del zarzal. A mucha gente la sacamos por por la puerta de atrás y otra tanta está entrando por la puerta grande. Es maravilloso. Las caretas se caen una detrás de otra. Tu muerte ha sido un pasaporte, y no sólo para ti. Pero insisto, estamos bien, en realidad estamos mejor que nunca, así que, literalmente, ¡vete en paz!

Y ahora es cuando empiezo con las alabanzas pasadas por el filtro de la subjetividad a la que tengo todo el derecho. Te dedico estos 3º, 4º y 5º conciertos para piano de Saint-Saëns mientras escribo, ya que hubiera sido algo que tú y yo habríamos disfrutado juntos. Por cierto, gracias a tu sobrina Mari Ángeles, fuimos hace poco al Auditorio. Te hubiera vuelto loca Gustavo Dudamel. No sólo su talento, sino la historia de su orquesta.

Bueno, que me desvío del panegírico. Va.

Te vas, y te conviertes en una fuente de Luz inapagable e impagable, demostrando que la dignidad (la edificada sobre realidad, no sobre la palabrería), está por encima de todo. A ver si llego a estar a tu altura algún día. Porque hasta el último momento has sido una Señora. No una Señora galdosiana, peliculera, caciquil, sino una Señora y punto, de las que habré conocido pocas. Seis años largos recluida en una butaca, clausurada de distracciones, excepto el tacto, un oído lejano y el recuerdo de los sentidos… y hasta en esos momentos espesos la dignidad de tus movimientos estaba ahí, genéticamente presente, agarrando almohadones, reposando mano sobre mano, acariciando la puntilla del mantel, dando besos a bebés que no podías ver, tamborileando con tus dedos estilizados lejanas piezas de piano interpretadas sobre el damasco, subiendo la falda camilla o cerrando el chal; educación exquisita y agradecimiento profundo en las pocas palabras que te apetecía decir según a quién, como cuando le dabas las gracias a tu hija Paz con cada beso de buenas noches, cada noche: "gracias, guapa". Delicadeza de sol de primavera, que permite que todo lo que hay por doquier despierte a la vida, desenfriando, sacando lo mejor de todo y de todos, sin dualismos baratos. Has muerto como has vivido. ¿Y cómo has vivido? Pues ajena al insulto propio o ajeno, incrédula ante los rumores y las maniobras cortesanas, alerta ante las mentiras (aunque muchas veniales te calzabas tú, ¿eh? ¡menuda eras hermosa!), alérgica al cotilleo, escéptica ante el género humano (y con qué razón, te la doy ahora más que nunca), militante contra la presunción y la soberbia… a la vez orgullosa, impulsiva y testaruda. Tu presencia fue una luminaria en mi infancia, lejana a veces, referencial. Crecí en entornos donde los ejemplos de clase (clase verdadera, no la postiza -insisto e insistiré hasta que me agote) brillaban por su ausencia, sustituidas por la enajenación y la presunción. Entornos en que la mentira y el pufo de casta descastada dominaron sobre terrenos robados, que ahora hemos tenido que reclamar a sangre y fuego. Sin quererlo me iniciaste en la referencia, el contraste, la mesura, la calibración, en el reconocimiento de los desacordes y los desafinamientos. Y de aquellos polvos, estos lodos. Aunque ahora el expolio está en vías de finalizar, ¡no te preocupes, que ya sé que me temes!


Te has muerto tan vieja que veo tus fotos con 80 años y me pareces joven en comparación. Has llegado no a la tercera, sino a la quinta edad. Por eso te ha dado tiempo de todo. De crecer en una familia de mente sana y corazón decente; tiempo de atestiguar cómo los mayores de tu época se dividían en acaloradas tertulias y ahumados salones como germanófilos o anglófilos; tiempo de crecer en una España que perdió todas sus promesas de progreso en una guerra de revanchas, propagandas y mezquindades, en la que lo peor triunfó sobre lo malo; tiempo de vivir un largo matrimonio y formar una familia con otro ser humano excepcional; tiempo de vivir otra vida, tres décadas más (luego dicen que 20 años no son nada), viuda, echándole de menos cada día de tu vida, como muchas veces las melancolías de tus enormes ojos azules aguamarina -al final pequeñitos, velados y escondidos- no podían disimular, por alegre que estuvieras viendo crecer a tus nietos y bisnietos, merendando con tus amigos bajo los castaños de indias, siendo la abuela más radiante a la que poderse arrimar y calentar los fríos del alma. Tardaste mucho tiempo en no acostumbrarte a no andar colgada de su brazo, a no tener a nadie cómplice al otro lado de la mesa, ni que te sentara en sus rodillas cuando ya peinabais los dos buenas canas y anchos caminos, llenándote de autoestima y de reconocimiento a cada minuto y a cada mirada, esa savia sin la cual la vida y la ilusión se marchitan, cuya carencia convierte a las personas en piedras arrojadizas.

Si hay Justicia Divina (que no humana, como decíamos muchas veces) Antonio ha estado ahí para darte la bienvenida al otro lado. Ese reencuentro, como otras tantas cosas, ya sólo forma parte de tu intimidad con él, en la que nadie nos podemos meter, como nadie se metía en vuestra alcoba. Se acabaron por fin tantos años de pasear sola, con ese paso largo y reposado, bolso en un brazo, prenda en el otro, columpiándote sobre el garbo de tu inaudible oscilación musical (a veces juntabas los dedos de la mano en el vaivén), empapándote de las luces de cada estación, con la sonrisa abierta y natural deslizándose con la facilidad que sólo permite la conciencia tranquila, sonrisa de lado a lado, en esa cara que sonreía junto a la sonrisa. Si hay Justicia Divina, la separación habrá valido la pena, aunque aquí no tengamos el privilegio de saberlo, ni de quedarnos tranquilos al respecto.

Antonio. Hablemos más de él, que sé te gusta.

Sólo presumen de actos de guerra los que no tienen otra cosa de la que presumir, ni algo verdadero por lo que vivir. Igual no me he expresado con claridad: sólo los que se pacifican a costa de violencia, coleccionan y cantan hazañas bélicas, como autómatas al servicio de no se sabe quién, o qué. ¿Lo explico mejor?: únicamente los mediocres viven de los heroísmos propios o de los demás. Sucia renta. ¿Quién en su sano juicio se vanagloriaría de valentías asociadas a derramamientos de sangre? No sé. Ya sabes, abuela, dime de qué presumes y te diré de qué careces. Sólo los acomplejados van llenándose la boca de “honores” y “deberes” que jamás asumen cuando se bajan del escenario. ¿Mejor?: sólo los vacuos se rellenan la identidad con semejantes abominaciones y vergüenzas humanas, hinchándose panza y pecho a base de lo peor que todos llevamos dentro. ¡Mucho mejor! Más: sólo los incapaces disfrazan su vulgaridad detrás de ese eufemismo depravado, manido, vulgar, que llamamos “el enemigo”. "El enemigo" siempre será el recurso fácil de los pobres de espíritu, ahí fuera, para no mirar a la cara al enemigo de dentro.

Bien. Es que a veces cuesta dejar las cosas claras. Y el abuelo era cualquier cosa menos mediocre, violento, cobarde, incapaz o vacuo, ni dejó tras él nada parecido a deudas ni carencias, ni con nadie ni con nada. Más bien todo lo contrario. Por eso te casaste con él. Porque o los opuestos se atraen para hacerse la vida imposible, o los semejantes [de alma] se atraen para hacerse la vida feliz. Así de simple. Antonio era un verdadero militar e intelectual -en el buen sentido de la palabra- que, lejos de todos los estereotipos endógenos y exógenos de la profesión de las armas, se desvivía por la paz, el respeto y la integración. Por eso te casaste con un “militar bueno y humanista” (qué orgullo que el abuelo fuera representante de tan rara combinación), porque no te habrías comprometido con nadie, fuese lo que fuese, militar o barrendero, que no fuera simplemente un hombre bueno. Humanismo, compasión, apertura, altura de miras, decencia, empatía, humildad. ¡Olé, olé y olé la herencia que nos dejáis!

Esas cosas son las que viví en vuestra casa. Testigos de ello fueron, por ejemplo, los libros que me iba encontrando de vez en cuando por los perdidos rincones, para mi completo alucine, regocijo y nutrición, y quedar bien a salvo de sectarismos. Vuestros amigos, la mayoría sencillos y luminosos como vosotros. Esas caricias tras los enfados. Esas empatías incansables. Esa nula necesidad de crear enemigos para autocomplaceros o autoafirmaros. Ese placer en el dar y en el agradar. ¡Lo que he visto, oído y comprendido...! ¡Tantas cosas que no necesitaban ser dichas…! Siempre se me dio muy bien, como a ti, la ósmosis y el “autodidactismo”. Todo eso queda para mí (yo, mi, mí, me, conmigo). Fuisteis testigos de necedades y vulgaridades de incontables idiotas subidos a caballo de sus pequeñeces maniqueas, encerrados en sus envidias cuarteleras o cortesanas pardas, fuisteis inmunes frente a tanto servilismo y alabanza. Sacabais lo bueno de todo el mundo sin olvidar jamás a los olvidados, poniéndole nombres, apellidos y vidas a los humildes, tratando a los “de abajo” con la misma educación y empatía que al resto, o más, en las antípodas de esa isla llamada condescendencia, una de las muchas lacras de este país. A todo eso se le llama Dharma en la Tradición Oriental. Y abuela, aquí estamos en bragas aún respecto a ciertas cosas (cuántas y cuántas veces me pedías que te explicara qué era eso de la "meditación"). Y es que, ¿sabes?, en este país del que perdiste la noción ya hace mucho, ahora tenemos una epidemia de mezquindad. Siempre la ha habido, pero ahora más. Ahora todo el mundo se cree que puede hablar de todo, es un mundo de listillos que están terminando con todo a base de ideologías y un absoluto desprecio por el semejante, el sentimentalismo sobre el sentimiento y el continente sobre el contenido. En este país se acaban los derechos, y vuelve “la caridad”. Perdona, me desvío, pero ya me conoces, soy muy vehemente. Siempre fuiste muy escéptica y pesimista con el estado de las cosas (política, sociedad), pero el nivel de papanatismo y de vulgaridad al que estamos llegando ahora me alegra que te lo hayas evitado, te hubiera dado la misma pena que me da a mí. A ti esa pena te llevaba al silencio, a mí a la rabia. ¿Sabes? Ahora los de la curia son cada vez más anticrísticos (bueno, cuidado, que parece que les ha salido un papa auténticamente cristiano), y los patriotas son cada vez más suizos, roban cada vez más, hablan mucho de España, no quieren pagar impuestos y tratan como terroristas a la gente que no está de acuerdo con sus desfalcos generacionales. Pero volvamos al tema. El caso es que bregasteis juntos con todo un establishment de falsedades y pleitesías, al abuelo intentaron difamarle por ser decente e insobornable en una época en la que la corrupción y las mangas anchas eran La Ley; como sigue siendo, aunque aquella fuera la corrupción de los ganadores, y por tanto “legítima”, como siempre pasa, un botín de guerra más, tan admitida como lo fueron los asesinatos que luego se convirtieron en placas y cruces y valles y medallas…, tantísimas medallas a las que tu marido no daba importancia y que casi nunca se colgaba del uniforme, ninguna modestia aparte.

A un nivel menos social y más íntimo, si el “Dios los cría y ellos se juntan” suele usarse de forma peyorativa, gracias a vosotros, los que quedamos hemos podido entender un poco, casi a nivel metafísico, tres palabras: “amor en pareja”. No “de”. EN. Qué lejos de las mentiras que se cuenta la gente una y otra vez ¿verdad?, buscándose prórrogas ficticias de bienestar sucedáneo, hasta que les llegue la muerte a los muertos, y se separen los que ya estaban separados. Aquí la gente lee muchas revistas y se aprenden muchos términos psicológicos, que generalmente usan para arrojarlos sobre los demás, pero luego viven poco. Consumen mucho y hablan por los codos, pero no crean nada. Por la calle hay muchos muertos andando. Y tú eres una viva que ya no anda. Vosotros no usabais la palabrería ni la propaganda ni dabais rodeos sobre los flecos de frustraciones ocultas. Dejasteis el listón tan alto que lo que hemos conocido después por ahí raramente ha estado a vuestra altura (¡a veces sí, abuela, a veces sí!), y no lo voy a negar: nos habéis puesto las cosas muy difíciles a los demás, ¡canallas! Pero tampoco en este nuestro linaje somos amigos de las soluciones fáciles ni de meter demasiadas cosas debajo de las alfombras de palacio, que si no luego uno se tropieza y se cae de bruces, generalmente encima de alguien. Fue una de las últimas cosas que me dijiste, hace muy poco: «sí, sí… tú es que eres de esa línea». No sabes cuánto te agradezco ese último regalo precisamente en este momento en que los buitres hablan, las hienas se reúnen para darse la razón a sí mismas, y la difamación gratuita es la voz que más se escucha. En esta sociedad decadente y depredadora hasta los tontos hacen relojes. Nada que no dijera Cicerón hace dos mil años, por otra parte. Pero la Historia tiene acentos. Y éste lleva una tilde enorme.

Como decía al principio, cuando se muere alguien nos volvemos -quizá sin ser conscientes- muy egocéntricos. Más de lo normal, que ya es mucho. Pensamos en quien se ha ido según su relación con nosotros: “lo que era para mí”. Un ejercicio brutal de ombliguismo post-mortem. Yo sé de uno que diría en este momento: “es normal”. Pues si es normal, sólo puedo sentir gratitud por todo lo que me has dado. No me cabe aquí la gratitud ni la manera de expresarla. “Gracias” es a veces una palabra manida y ultrajada que usan sin parar muchos para hacerse los educados, pero sin sentir gratitud. La gratuidad de la gratitud. Qué cantidad de mala educación se puede cubrir de buenas formas... Lo mismo que muchos pronuncian “libertad”, “amor”, “honor” o “Dios” y son el ejemplo andante (molto presto e maestoso) de lo contrario de lo que excretan por esas bocas cargadas de soberbia y vulgaridad. (Se me ve el plumero, ¿eh?) Tienes razón, tienes razón…

Gratitud absoluta, abundante, a tantos niveles... En tantos momentos... Tú. Incansable. Delicada. Discreta. Activa. Directa. Muy brutita a veces. Pero siempre amorosa desde la firmeza. Luminosa. Vivaz. Tú. Tú y yo. Compartimos tantas cosas… Nuestras, sólo nuestras. La Luz, y su pálido reflejo: la luz. Los colores. El arte. El aprecio directo anti-intelectual de la belleza (nos dieron siempre grima los culturetas, y no te digo ya nada las sandeces del mal llamado "arte contemporáneo"). Ataques de risa. Muchos.
Dejar cualquier rancio mueble anglo-isabelino y pretencioso a la altura del betún en comparación con una tabla de pino, dos telas, y un cacharro de cobre lleno de avena loca o girasoles. Las músicas (esas que quedarán para siempre entre tú y yo). Las fotos a las cosas, a los rincones, a las plantas… como las fotos al haya de enfrente de tu ventana, que viste plantar y que retratabas cada estación. Te dejo ahí esa foto para que veas lo grande que está ya. Sólo un alma grande, sintonizada con el Infinito, es capaz de darle tanto valor y atención a un árbol. Sigo. La intolerancia ante lo zafio. La intuición frente al engaño y el personajismo. La actitud decidida frente a la acción del día a día. El autocontrol, llegando a veces al estoicismo exagerado en tu caso. Podría seguir así y no parar. Tardes de estío solitario en tu “oasis” de Canónigos, cuando ya no había ni veraneantes ni sol abrasador ni jaleo ni visitas. Cubiles. Pianos. Conciertos. Mi primer CD fue regalo tuyo. Chopin. Beethoven. Schubert. Brahms. Madrazos. Sorollas. Torrents-Lladó. Calabacines con crema y judiones viudos. Castañas. Romeros. Tomillos. Mantas que hoy en día me arropan. Hablábamos de Dios y de esos fariseos que van con la cabeza bien alta pero el alma por el suelo, que comulgan con muchas hostias pero no saben comulgar con los demás. Tu “conflicto” porque encontrabas más a Dios en el Mar de La Granja que en una iglesia. Hemos hablado tantas cosas… menos las que sabías que me podían tocar en terrenos delicados, ahí jamás entraste, sabiendo todo lo que sabías. Relaciones, proyectos, anécdotas, ilusiones, debates. Tantas cosas que quedaron sólo entre nosotros, secretos de los que nunca podré hablar (y no me importa nada, porque eran solo nuestros, y ni tú ni yo contamos nunca los secretos nuestros ni de nadie). Tu norma implícita, la norma de la decencia, reflejo de la categoría, que sólo el malnacido trasgrede, era: "lo que se habla en casa, se queda en casa".

Siempre seré ese niño venido del exilio lanzándose a la carrera hacia tus faldas, al grito de “¡Maritaaaa!”, pura alegría (sí, de pequeño te llamaba por tu nombre), para aterrizar enajenado de cariño en el abrazo puro, refrescante de tu continua presencia, que se acaba de discontinuar, como todo lo que existe. Incluso en la distancia: cartas y cartas. Y cartas. Y cartas. Detalles y detalles. Y detalles. Uno, y otro y otro. Me los encuentro ahora por todas partes. Interminable. Bueno, no, ya se ha terminado. Como todo lo que existe. ¿O no? Puede que no, la vida sólo cambia, no desaparece. La discontinuidad es la garantía de la continuidad. Esto es un “festival de novedades”, que decía un Sabio. Y lo hecho, hecho está. Hemos cerrado tú y yo este capítulo de nuestra historia, tú has cerrado la tuya, centenaria. Y, aparte de la sensación de no haber hecho justicia con este texto, pero ni lejana, a lo que hemos sido y a lo que hemos hecho, y a lo que sabemos (este mendrugo de subjetividad calzado en un blog que se perderá cuando se pierda Internet…), aparte de eso… lo que me queda de ti, es Luz. También la misión de vivir para que cada momento mío alcance un poquito la altura de tu ejemplo, pero sobre todo queda Luz. Solar. Sol. Blanco inmenso. Divino blanco que lo contiene todo.

LUZ.

(Acuérdate de lo que hablamos un día, aquello de la muerte y la risa.)

Adolfo.

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