A TORO PASADO
La única -y seria- diferencia entre política patria y cotilleo patrio
es que las consecuencias de ambos circos mediáticos son bien
diferentes. Que Belén Esteban se saque un moco no pasa de anécdota
rentable para Telecirco, pero si Oleguer Pujol se despierta mañana con
nuevas diferencias por reivindicar, o ‘tita Espe’ se acuesta pasado con
la liberal idea de privatizar el aire, las consecuencias pueden tardar
años en ser corregidas, de ser posible. Queda claro que en el debate taurino los políticos
nos van mezclando una vez más churras con merinas, o bragados con meanos.
Históricamente, los estamentos gorrones intentan por todos los medios
que la explicación del mundo y todas las circunstancias se rebajen hasta
el punto de poder comprimirlo todo dentro de las limitaciones de su
propia esfera para poder manejarlo todo.
Y con lo de la ‘abolición sí’ o ‘abolición no’ nos la vuelven a
colar, cada equis tiempo. Bendito el día que no dejemos que los políticos politiqueen la
vida. El día que entendamos que cuando los de un lado sostengan en
bloque una opinión y los del otro la contraria estamos ante el mismo
diablo (que etimológicamente significa ‘lo que crea división y
confunde’); entonces habremos entrado en la segunda Transición española.
El ‘nosotros y ellos’ es pura podredumbre, el síntoma indiscutible del
alejamiento de la realidad y la codicia ideológica, es decir, justo lo
contrario del bien común. A los estamentos gorrones les interesa que
vivamos en continua mentalidad futbolística, según la cual no se puede
ser de dos equipos a la vez -a no ser que uno sea de Primera División y
el otro de decimoquinta comarcal-. Quieren que todo en la vida pública
sea dual, blindado, juego emocional, duelo identificador, conmigo o
contra mí, es la puñetera cultura del "enemigo" que hemos heredado de las Guerras Civiles, y que muchos depravados/as aún se empeñan en refrescar diariamente. Así, con la mente llena de tumores ideológicos, hemos llegado
al punto de que una ley aprobada por un parlamento democrático (cuando lo hizo el Parlamento catalán) se convirtió en objeto de legitimación del nacionalismo españolista o
catalán, lo cual es una vergüenza -ahora sí- nacional. Lo han hecho:
todo el debate real -si se hace o no una excepción respecto a las leyes
que de facto prohíben el maltrato animal en España- se fue al garete, y
hemos acabado haciendo tonterías como poner en duda la legitimidad de
los parlamentos y los juzgados, calificando a Pilar Rahola de esto y de
lo otro, o condenando al patíbulo moral a los que dicen “que vivan los
toros” (aunque sea muertos).
Por Expaña, todo por Expaña. |
De odiar, odiaría los nacionalismos con todas mis fuerzas. Pero
todos, el español, el catalán, el de Cogollos del Obispo, el gay, el
empresarial, el neoliberal. Todos, porque no olvidemos que el
totalitarismo nacionalista no se reduce a cuestiones culturales y
fronterizas, el planeta entero está amenazado por el nacionalismo
empresarial o feudalismo económico. No hay nada más estúpido que hacer
bandera de la distinción, hinchar la peculiaridad, elevar la diferencia a
nivel de virtud y usarla como límite. La otra cara de la misma moneda
es el acto totalitario de aniquilar las diferencias ajenas, forzar a los
demás al ‘equilibrio’, homogeneizar a golpe de metralletas y
centralizar con decretos. La polaridad del psiquismo humano es el abc de
la psicoterapia. Por tanto, me niego a que ni una brizna de cualquier
paletez nacionalista modifique mi convencimiento de que el maltrato a un
animal, y mucho menos para crear espectáculo, es imposible de
justificar o tolerar sin caer en todo tipo de contradicciones éticas.
Dragó, ese que sabe tanto sobre todo que no entiende nada de nada, se
ha erigido como el caudillo de leídos y viajados columnistas o
polemistas de bolígrafo en mano, que con volteretas culturetas y citas
de ‘especialistas’ a lo Ortega y su costumbrismo ilustrado, intentan
justificar lo injustificable. Pero lo que más me avergüenza son los
demagogos del ‘está feo prohibir’. Todos nosotros hoy en día nos
beneficiamos de prohibiciones y aboliciones que en su momento, cuando se
hicieron ley, levantaron en muchos ampollas, protestas y argumentos
firmemente documentados con bibliografías y todo tipo de ardides
académicos. Eso los finos. Los bestias mataron a sus semejantes luchando
contra la abolición, por ejemplo, de la esclavitud. Puntualicemos, para
esos espontáneos anarko-neoliberales antiprohibicionistas que han
salido por todas partes: desde cierto punto de vista lego pero legítimo,
legislar se puede considerar perfectamente sinónimo de prohibir. Qué
hacemos, ¿no legislar nunca jamás para que los que no entienden por qué
se legisla nos acusen a los demás de fascismo? Es preocupante que se
empiecen a deslegitimar los parlamentos cuando legislan en contra de
nuestros catecismos particulares, a lo Interlobotomía; es peligroso que
se levanten tantas cejas, a lo Isabel San Sebastián, cuando las
sentencias de los tribunales no son de nuestro agrado ideológico.
Obviamente no discuto el derecho que tenemos todos a disentir acerca de
lo que sea, sino la delicada costumbre de deslegitimar lo que se nos
opone, esta especie de berlusconismo que nos empieza a invadir por la
retaguardia, la indecencia de convertir al de enfrente en un Hugo Chávez
incompetente a la menor disensión. Tal actitud es la puerta al
sufrimiento colectivo, y ya hemos pasado por esto.
En ocasiones, veo muertos. He oído a hombres inteligentes comparar la
muerte de animales por diversión con el sacrificio bestial de animales
para la alimentación humana, sin inmutarse lo más mínimo ni mostrar
indicio alguno de debate interno, ni percepción de diferencia -lo que no
quita para que cuando la sociedad esté preparada, haya que meterle mano
a tales asuntos, desde luego-. En ocasiones, veo fantasmas. He leído
que el acto taurino es justificable porque es una costumbre, o una seña
de identidad nacional, o luce mucho el rito; he leído que no se puede
prohibir esto porque otras cosas no se han prohibido aún, también que el
toro está en el planeta Tierra para que lo toreen, aunque no encuentro
el capítulo del Viejo Testamento donde Yavéh establece tal edicto.
Señores defensores de la Fiesta Nacional de algunos: sepan hacer
suyas a rajatabla todas las grandezas guerreras y noblezas de casta que
atribuyen al toro de lidia. Ustedes están siendo toreados, y de su raza
depende que sea un espectáculo brillante, lleno de rituales y atavismos.
¿Les duele? Lo sé, pero no pueden quejarse: estaban destinados a que
las banderillas les rompieran los músculos del cuello y que sólo
pudieran ustedes embestir hacia el frente, llevándose por delante todo
aquello que destaca y se mueve. El primer matador de la corrida les ha
metido una estocada brutal: de ustedes depende que sea mortal y puedan
dejar de sufrir, de vomitar sangre en este entorno hostil y descansar en
paz, o empecinarse en resistir y que haya que rematarles partiéndoles
-democráticamente- la nuca. Encuéntrense con su destino. Mueran con
honor. Se convertirán ustedes en parte de la Historia de un país con la
evolución como única seña de identidad común y consensuada. O mejor aún,
disfruten de algo que ningún toro bravo de media tonelada puede
disfrutar: la posibilidad por decisión propia de salir indultados de la
plaza y morir de viejos, que parece ser la preferencia de la madre
naturaleza para la mayoría de sus criaturas.